A los 19 años, Edith Encalada Cetina dio un paso heroico al ponerle rostro, nombre y apellido a uno de los principales pederastas del sureste, Jean Succar Kuri, en 2003. Pagó un precio altísimo por su valentía: exposición al escándalo, amenazas de muerte o cárcel, presiones de todos los bandos. Varias veces intentó huir de las redes de poder de su explotador. Siempre recayó.
A pesar de los años y las largas horas de terapia sicológica, el llamado síndrome de Estocolmo –simpatía enfermiza hacia el agresor– se sigue manifestando en la joven: ¿Cómo fue posible que una persona que había sido como un padre para mí me amenazara de muerte por haberme atrevido a confesar las cosas que me hacía?
En la trama del juicio contra el pederasta hay momentos en los que Edith, pese a su edad y su condición de víctima, ha sido criticada como la villana de la película: “Todas las personas que han tenido algo que ver con mi historia me han traicionado, utilizado, chamaqueado, manipulado, timado, engañado y todos los sinónimos en los que se puede pensar, tanto en lo legal como en lo humano”.
–Pero fuiste tú, al principio, la que hizo historia. ¿No lo ves así?
Abre sus ojos color miel; incrédula, tiembla y parece a punto de llorar.
Cuando se le pregunta por qué terminó demandando a su protectora, Lydia Cacho, por incurrir en daño moral en su libro Los demonios del edén, que denunció esa red de prostitución infantil y sus protectores en las altas esferas de la política y los negocios, responde: ¿Y yo? ¿Qué gané con eso? Nada.
Habla con un medio por primera vez desde aquellos años turbulentos, entre 2004 y 2006, cuando saltó de su desgarrador testimonio como víctima del pederasta y pornógrafo a la desconcertante posición de defender a su agresor. Años confusos –confiesa ahora– en los que intentó romper, sin lograrlo, con la red de amenazas y chantajes del entorno del pederasta y la corrupción de la procuraduría quintanarroense. Habla porque quiere, ahora sí, contar todo en primera persona.
–¿Y cómo?
–En un libro que ya escribí. Estoy en busca de una editorial que lo publique.
Se revuelve enojada ante la pregunta inevitable:
–Al final de cuentas, Edith, ¿estás a favor o en contra de Jean Succar Kuri?
Echa chispas: Nunca voy a estar a favor de ese delincuente. Es una infamia decir eso. No se puede ocultar un delito que existió. Él destrozó mi vida y en mi proceso de sanación no cabe un retroceso tan grande como el avalar sus agresiones. No lo he perdonado. ¿Cómo podría? Quiero que el juez lo declare culpable de todo lo que se le acusa.
–¿Es cierto que te retractaste de tus declaraciones iniciales?
–No me retracté. Bueno, sí, de alguna manera. No sé, no fue retractarme, fue... Lo hice… fue porque me amenazaron, porque me prometieron resarcir los daños a mí y a mi familia. Y porque estaba confundida, desprotegida. Porque además era muy chavita.
–¿Y ahora sostienes tu denuncia inicial por los delitos de violación, pornografía infantil, abuso, en fin, todo lo que está en el expediente de Succar?
–Claro. La prueba es que amplié mis declaraciones, las ratifiqué y acudí al penal del Altiplano cuando me citaron al careo, en septiembre de 2007. Lo que nadie dijo entonces es que al salir del penal sufrí un intento de secuestro.
–¿Cómo fue?
–Al terminar la diligencia, en el estacionamiento, salieron unos guarros (guaruras) de una camioneta con vidrios oscuros. Me llamaron y quisieron que me acercara. Yo corrí al coche donde ya estaba mi mamá. Al meter reversa para salir intentaron cerrarnos el paso. Gracias a Dios que no pudieron. Me dijeron que dentro de la camioneta iban los hijos de Succar, Jen y Jerry. No me extrañaría. Ellos me acosan mucho en Cancún.
Durante la entrevista hay momentos en los que parece abrumada: ¿Podré salir de esto, sanar, cumplir mis sueños? Pero minutos después se endereza y afirma muy resuelta: Ahora yo quiero hablar. Siempre me dijeron que me callara, que no me convenía salir a declarar. Todos hablan de mi historia: los abogados, los periodistas. Ya me harté de guardar silencio, quiero dar mi versión.
El estigma de la niña violada
Edith no parece sufrir penurias económicas. Se mueve por la ciudad de México en taxi, viste bien; aparentemente es una joven desenvuelta. Pero frente a la grabadora y a la cámara del fotógrafo sufre una crisis nerviosa incontrolable. Es necesario salir al parque, dar un pequeño paseo para que se calme antes de regresar a la cafetería para retomar el hilo de la entrevista.
Está en la capital buscando opciones de trabajo para establecerse aquí. Cancún o su nativa Mérida se han vuelto ciudades irrespirables para ella. Tengo este estigma encima de mí: la niña violada por Succar, ¿sabes? Además, sus hijos y Gloria Pita, la esposa que participaba en la red de pornografía infantil por Internet, ya regresaron a vivir a Cancún. Me dan pánico.
Dice que ha estudiado algo de música y canto y ha hecho algunos diplomados en turismo, ha tomado cursos para mejorar su inglés y otros de cábala. Y está a la espera de que el juzgado 17 civil dicte sentencia en el juicio que entabló contra la escritora Lydia Cacho Ribeiro y la editorial Random House Mondadori. Por medio del bufete jurídico Álvarez de la Peza y Asociados demanda que la autora de Los demonios del edén le pague 20 por ciento de las regalías obtenidas.
Por esta acción, Edith fue severamente criticada. Se publicó en su momento –y nadie lo desmintió– que el destronado Rey de la mezclilla, Kamel Nacif, protector de Succar y quien promovió la primera acción penal que llevó a Cacho a prisión, estaba detrás de este nuevo ataque legal contra la directora del Centro Integral de Atención a la Mujer (CIAM) y que él pagaba los honorarios de los abogados de Edith Encalada. El 24 de septiembre de 2007, en el juzgado, hubo un careo entre acusada y acusadora. Fue horrible; veía ahí a todos los medios en favor de Lydia, contra mí. Y ella ahí, declarando, hablando con la prensa. Yo tenía muchas cosas que decir. Pero los abogados me prohibieron hablar. Me lo siguen prohibiendo.
Abrir los ojos
En 2001 cursaba quinto semestre de preparatoria en el Colegio La Salle, una escuela privada en Cancún. Tenía 17 años y problemas emocionales. Así fue como empezó a platicar, en plan de terapia, con Paulina Arias, una de sus maestras, que impartía la materia de moral. “Le conté de Succar Kuri, de lo que pasaba en las Villas de Solymar, desde la primera vez que me llevó ahí una compañerita. Yo tenía 13, 14 años cuando empecé a... cuando me... bueno, ya sabes. La maestra me abrió los ojos. Yo pensé que lo que le contaba era normal, algo que les pasaba a todas las niñas. Cuando me dijo que los hombres no tenían sexo con las niñas, ni los padres con sus hijas, que eso era un delito y una violación, fue un shock. Nada fue igual a partir de ese momento. Fue una impresión tan fuerte que no quise seguir hablando, me alejé de la maestra. Hasta me reprobó.”
Durante dos años logró mantenerse alejada del pederasta. Fue como un despertar de mi conciencia. Por fin pude relacionarme con chavas de mi edad. Conocí lo que es la adolescencia normal. Tuve un novio. Pero Succar insistía en contactarme, me llamaba, me buscaba. Un día me mandó un recado que decía que estaba al borde de la muerte y que quería verme por última vez. Fui.
–¿Y era verdad?
–No sé. Yo tenía 19 años, había pasado dos sin verlo. Ya no le tenía respeto ni miedo. Pero a pesar de las terapias, de lo que yo había cambiado, me volvió a envolver en sus palabras, que siempre ocultaban sus verdaderas intenciones, que eran sexuales.
A pesar de su disposición de narrar lo que pasó en esos años, Edith prefiere velar algunos pasajes particularmente dolorosos. Se conoce, por los expedientes penales, que así como ella fue llevada por una compañerita a la casa donde operaba el pederasta, ella, con los años, también llevó a otras niñas y niños a manos de Succar, incluso a dos primitos y a su hermanita menor, Estefanía. Ahí eran violados, sujetos a abusos, intercambiados con otros usuarios de la red de pederastia y utilizados para sitios de pornografía en Internet.
Ese segundo encuentro con su agresor, a los 19 años, la metió en un nuevo ciclo de angustia y depresión. Volví a buscar a la maestra Paulina para que me ayudara. Era otoño de 2003. La profesora Arias llevó a Edith a conocer a la entonces subprocuradora de Averiguaciones Previas de Quintana Roo, la controvertida Leydi Campos, quien después se fugó, involucrada en casos graves como la desaparición de niños del albergue La Casita, de Cancún.
Me citaron en un café. Me decían que tenían que ver si lo que habían hecho con mi hermanita había sido un delito o no. Fue la primera vez que escuché que Estefanía había sido violada por Succar. Yo no lo sabía, creía que sólo dormía con él. Me dijeron que le hicieron un examen ginecológico y que tenía virus de papiloma. Fue horrible. Te juro que en ese momento vi todo negro. Creo que no supe de mí por un largo rato. Pero también me dio tanto coraje que sentí fuerzas para continuar. Me dijeron que teníamos que denunciar y me decidí.
En ese momento, Edith Encalada dio el gran paso de llevar su denuncia, y la de otros menores, ante el Ministerio Público. Empezó la caída de Succar, pero al mismo tiempo sus víctimas cayeron en poder de funcionarios de Quintana Roo que manejaron el caso sin pericia ni ética. Al día siguiente de esa entrevista accedió a citarse con el pederasta para que agentes de la procuraduría estatal pudieran grabar al delincuente haciendo confesiones sobre sus relaciones con niñas.
Pero, con esas pruebas en las manos, los responsables de la procuración de justicia en Cancún, lejos de capturar a Succar, lo extorsionaron y lo dejaron huir. Además, soltaron el escándalo, como una bomba, ante los medios de comunicación.
FOTO: Marco Peláez/ La Jornada